Entre los indios
Entre los indios, de César Aira publicada por la editorial Mansalva en el año 2012. Si bien lo primero que nos surge...
Diego Meret irrumpe en la escena literaria, en el 2008, ganando el premio de autobiografía Indio Rico, Estación pringles, con su obra, En la pausa. Los jurados fueron: María Moreno- Edgardo Cozarinsky. Ricardo Piglia. A este título le siguieron, La ira del curupí (Mansalva, 2012), Fúster (La propia cartonera, 2012, Uruguay), El podrido (Indómita Luz, 2018) y El Niño bobo (Peces de ciudad, 2018). De la primera y la última obra de esta lista nos vamos a ocupar en el siguiente trabajo para demostrar cómo el autor construye una maquinaria de escritura, propia de la literatura postautónoma, que se nutre de los materiales que se derraman, no sin esfuerzo, de su yo para narrar desde una intimidad que se vuelve ajena y éxtimida, disolviendo los límites entre la realidad y la ficción.
En un texto que circula en internet desde el 2006, que se reescribe en diferentes versiones bajo el título Literaturas postautónomas, y que a partir del 2010 comienza a formar parte del libro Aquí América latina, Una especulación; publicado por Eterna Cadencia con prólogo de Matilde Sanchez, Josefina Ludmer hace una clara distinción para pensar y leer las literaturas que fueron apareciendo a partir de los años 2000. La autora plantea que desde hace una décadas se vienen cambiando las formas de hacer literatura y de leerla, poniendo en crisis la idea de una literatura autónoma, esto sería una literatura pensada o imaginada como una esfera separada de las otras esferas prácticas. Una esfera autónoma de lo histórico, lo social y lo político por sobre todo. A partir de entonces comienza a desdibujarse lo que se entiende por campo literario, un espacio delimitado, en el que se libran batallas internas, por ejemplo entre la literatura fantástica y el realismo, entre lo rural y lo urbano o entre lo nacional y lo cosmopolita. Dicho campo literario era el que contenía, por ejemplo, las obras canónicas de Boom: La vida breve, 1950 de Onetti, Cien años de soledad, 1967 de García Marques, Yo el supremo, 1974 de Augusto Roa bastos y por supuesto las obras de Jorge Luis Borges y Julio cortazar. La autonomía de la literatura, nos advierte la autora, es propia de la modernidad, del siglo VIII al XX y en particular con la era de las naciones en América latina (años sesenta y setenta) como punto culmine de dicha modernidad.
Ahora bien, la esfera literaria autónoma de aquellos años es lo que permite pensar, a la autora, el escenario de lo que ha venido después, a partir de los años 2000, la postautonomía en la que se redefinen las formas de hacer y leer literatura. Este cambio en el carácter autónomo de la disciplina no implica por supuesto la pérdida de la institución literaria, pero podemos notar una suerte de pasaje como nos explica la autora:
Muchas escrituras de los 2000 atraviesan la frontera de la literatura (los parámetros que definen qué es literatura) y quedan fuera y dentro, como posición diaspórica: afuera pero atrapadas en su interior. Como si estuvieran “en éxodo” siguen apareciendo como literatura y tienen el formato de libro ( se venden en librerías y por internet y en ferias internacionales del libro) y conservan el nombre del autor ( se los ve en televisión y periódicos y revistas de actualidad y reciben premios en fiestas literarias), se incluyen en algún género literario como “novela”, y se reconocen y definen a sí mismas como “literatura”.(Ludmer, 2010: 172)
Ludmer manifiesta, que si bien estas obras siguen apareciendo como literatura, no significa que se las pueda leer como tal, esto es, con criterios y categorías literarias. Ya que operan en una zona de ambivalencia: son y no son literatura, son ficción y realidad. (Ludmer, 2010: 172). En un mundo que ha dejado la bipolaridad, que se globaliza con una economía mundial, en la que las producciones culturales y la información se redefine constantemente, también lo hacen los modos de leer y escribir. Estaríamos, entonces, como nos propone Ludmer, en la era de las literaturas postautónomas.
La novela, En la pausa, exhibe marcas de pertenencia a la literatura autónoma; fue premiada en un certamen literario dentro del género de la autobiografía pero veremos que como tal se vuelve inasible, fuga constantemente. Desde la hechura misma, porque los materiales con que trabaja Meret se resisten; la imposibilidad de recordar, se vuelve un mecanismo de búsqueda desesperada, por momentos, ya que el recuerdo constituye la condición sine qua non del género. Las ficciones que ha elaborado el narrador a lo largo de su vida, sumado a los nuevos esfuerzos por volver, darán como resultado esa extraña e indefinida materia que no requiere una clave literaria para ser leída. Se descarta de plano la posibilidad de una narración de la totalidad, como suele ser la propuesta de algunas biografías, que comienzan con el Big-Bang de un árbol genealógico que se expande hasta el presente de la narración, proyectándose a un Big-Rip cristalino. En este sentido, una trama inexistente se configura como parte de la ficción o de la realidad, siempre errática, vivencial, “ No se me ocurre, en el marco de una escritura vivencial, qué sería capaz de contar sin caer en la reelaboración de mi vida a través de la escritura”(Meret, 2009:16). Esta preocupación del narrador es a la vez su motor, lo que impulsa la escritura que busca sostener a pesar de no encontrar las condiciones ideales para tal fin.
El narrador se propone echar mano de la experiencia, de su vida casi gris, para comenzar una operación de escritura, que bien nos describe Tamara Kamenszain en su libro, Una intimidad inofensiva, Los que escriben con lo que hay:
(…) implementando una primera persona que se actualiza en su presente —como se actualizan los blogs, Facebook o Twitter— se busca ponerle freno a aquel narrador tradicional en tercera persona, caído en un mundo ficcional cuyas fabulaciones dependen unilateralmente del uso del pretérito. Un pretérito estático, lineal y totalmente desentendido de los avatares del presente. (Kamenszain, 2016:13)
Los episodios que elige el autor para narrarse, pertenecen a un pasado muy contaminado, no solo por el presente desde donde se los tironea y reconstruye con mucha dificultad, como se dijo antes, sino también por que hay otro elemento distorsivo, imposible de soslayar en tanto que también le da título al libro. La pausa, es un estado de suspensión en el que el personaje entra (diagnosticado desde sus infancia), una suerte de pérdida del conocimiento sin desmayo que siempre está presente con su amenaza que todo lo tiñe, cuando no se concreta, “Es curioso. Termino de escribir esto y tengo la sensación de que no es cierto. Quizá sea por la pausa, que se derrama y se derrama con tanta facilidad.”(Meret, 2009: 22). Es el modo en que le llegan los recuerdos y se ordenan, con la resistencia de aquello que se escapa al trabajo de archivo de una vida. El narrador hace un esfuerzo atlético,
Es como si recordar fuera una cuestión maratónica y bastante tediosa por cierto. Entonces abro los ojos y miro la pantalla y ahí todo se arruina, pues es más sólida, en el contraste, la realidad. Porque no escribir es una forma de aceptar la realidad, el peso y el paso de la realidad, de modo que escribir la realidad quizá sea un modo de relegarla o, mejor, de negar eso que pensamos fue la realidad. (Meret, 2009: 23)
Estas búsquedas en el archivo de las experiencias estructuran lo que podemos pensar como una trama; tienen que ver con el origen, primero de un lector que ingresa a la literatura por el monumento mayor del canon argentino, El gaucho Martín Fierro. Un encuentro fortuito con el poema gauchesco de Hernádez, primero por se adquirió como un objeto de colección o de decoración, comprado a un vendedor que recorrió, una tarde, todo el barrio sembrando ejemplares y por otra parte inevitable ya que la casa de Diego Meret, a partir de esa adquisición, será una casa de un único libro. La lectura reiterada de este libro artefacto es el punto inicial; el objeto cae como en sus manos como un trozo de tecnología extraterrestre y las lecturas que realiza Meret, siempre serán heterodoxas, desordenadas, acompañadas de lecturas de recetas de doña Petrona o de las series de los ochenta, en particular la de La mujer maravilla, que hará un extraño tándem con Fierro.
Por supuesto no se trata esta de una trama narrativa regida por un principio estructurante, más allá de las errancias de una vida, sino que responde a lo que señala Garramuño en, La experiencia opaca, refiriéndose a las obras que,
(…) proponen una concepción de escritura como puro devenir, que no solo derrama la idea de obra, sino que a menudo se dirige incluso explícitamente a cuestionar la posibilidad de enmarcar o de contener dentro de una obra la pura intensidad que la escritura, en tanto escritura de una experiencia, pretende registrar. La escritura aparece más cercana a una idea de organismo vivo, irracional, que respira, que a la de una construcción acabada u objeto concluido que se expondría, incólume y soberano ante la mirada de los otros.(Garramuño, 2009: 23)
En este sentido es el devenir de un lector, que piensa, que primero tiene que leer incansablemente todo, si quiere ser escritor; hasta que la idea de leerlo todo se vuelve imposible y angustiante. La planificación de sistemas de lecturas para abarcar todo lo que pueda una vida desvela al personaje, que sin demoras deviene escritor munido tan solo de los ecos que dejaron sus experiencias. Intentando narrar aquello, que por momentos parece imposible de abarcar, pronto llega a la conclusión de que hay formas de narrar un pasado, en las que tan solo hace falta una anécdota para darse existencia. Su padre, por ejemplo, es un perfecto desconocido que logró narrarse un pasado y el narrador lo recuerda buscado una clave,
Sé que de joven le gustaban las motos, que su padre al morir golpeó una mesa a la cual no estaba sentado en el momento del gol, y que de niño provocó accidentalmente un gigantesco incendio en un descampado de San Martín. Poco más es lo que me ha contado. Con tan poco o con tanto le bastó para que me hiciera la idea de que tuvo un pasado. (Meret, 2009: 29)
Tal vez sea esta idea, no hay una anécdota, un acto del hombre que explique en lo más mínimo su vida, la que lo libera de una trama autobiográfica total y ordenada; con en este movimiento abandona las claves literarias autónomas de lectura y narración.
Construye el mito de origen de un lector que se erige como escritor, abriéndose paso contra todo lo esperable: la extraña condición de sus pausas, lo libera de los mandatos familiares, nada se espera de él, y por momentos corre con la misma suerte de cualquier joven del conurbano que se forma en los decadentes años noventa, rodando por las calles o tomando incansablemente cerveza en una esquina. Sin ir a ningún lado pero como si estuviera deslizándose siempre hacia algún lugar. Más tarde ingresa en la tradición laboral de la familia, se vuelve un obrero textil por largos años, amasando una conciencia proletaria poética, dejando testimonio de sus versos en las puertas de los baños de la fábrica. La literatura tiene que entrar hasta en el escusado de un taller, la escritura no cesa en ningún espacio de su vida.
¿Qué lo impulsa a la escritura y qué es lo que lo vuelve un autor? La respuesta tal vez esté una vez más en el título o en lo que kamenszain llama el post-título:
De cualquier manera, escribo. Y escribir, al menos, me salva de un estado de horrible desesperación (…), porque significa que tantos años invertidos en algo inutil quizá me saquen algún día de la pausa en la que vivo. Y lo digo porque eso sí es verdad: vivo en una pausa. Sólo siento movimiento cuando escribo, aunque no sepa bien a qué me refiero con “movimiento”. (Meret, 2009: 31)
Si lo único que se ofrece como verdad es una pausa en la que nada hay, y que podemos pensar, es el vacío desde donde lo real comienza la trama, nos tenemos que ver con un texto que no se puede leer como si fuera literatura en el sentido autónomo de una biografía real o ficcional. La escritura es una territorialización donde Meret puede ejercer su soberanía, un espacio que se va delimitando a medida que se desterritorializa la pausa en la que es puro silencio. Este es un territorio en el que la narración de un yo se construye como realidad y resiste desde allí; sin importar si su literatura es buena o está hecha con inteligencia, ya que nada de esto garantiza lo literario. El narrador tiene pocas certezas y entre ellas la de que su literatura está hecha contra reloj y como un vicio que contrajo en sus años de obrero textil. La asfixiante vida de un obrero que observa pasar la vida mientras está en pausa y la posterior falta de tiempo por una vida de padre y esposo que no tiene lugar para la escritura no lo detienen. Por momentos se burla de sí mismo porque escribir no parece más que escribir un currículum vitae. Pero es, justamente esta construcción fantasmática de un cobarde que arrastra la vida, la que nos deja ver cómo se estructura una trama diaspórica entre “lo literario”, “la ficción” y “la realidad” postautónoma, pura representación como lo plantea Ludmer, “un tejido de palabras e imágenes de diferentes velocidades, grados y densidades, interiores-exteriores a un sujeto, que incluye el acontecimiento pero también lo virtual, lo potencial, lo mágico y fantasmático.”(Ludmer, 2010: 173).
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